ROSSELLA DI PAOLO. “LECHE DERRAMADA” DE JULY SOLÍS

Es una fiesta publicar un libro, sobre todo el primero. La ilusión cumplida de un primer libro es, precisamente, la que nos reúne aquí, esta noche. Y digo ilusión cumplida porque la ilusión sola no es suficiente para la alegría del primer libro. Es claro que no basta con publicar un libro para que el mundo gire: tiene que ser uno que sepa alzarse sobre sus dos pies, y andar sobre esos dos pies para que el mundo gire. Y este es el caso. Leche derramada, de July Solís, ha nacido —en esta bella edición de Paracaídas (2015)— hecho y derecho. Como Atenea que, según el mito griego, nació de la frente de Zeus con su casco y espada, perfectamente hecha y derecha…
Pienso en Atenea quizá porque actividades hogareñas aparentemente inocuas como comprar los alimentos en el mercado, prepararlos en la cocina, comerlos en familia… se presentan aquí envueltos por un perturbador halo de guerra en el que se funden la ira y el dolor. Conmueve constatar en estos poemas cómo los alimentos y utensilios caseros (platos, tenedores, cuchillos, caños, mesas) pueden hablar por las personas, generalmente las mujeres, que los trajinan en el ámbito privado y cotidiano (lejos de los reflectores, lejos del charme de los nuevos chefs). Con gran sensibilidad, la voz poética describe la ira contenida expresándose en el corte de la carne, o en el rasqueteo imparable de una sartén. Igualmente, el llanto ocultado en el chorro de agua que se lleva los desperdicios en el lavadero. En el poema «Aprendizaje», encontramos versos sensitivos y vigorosos como estos: Escurrías el llanto de los cubiertos […] y rabiosa afrontabas/ el aceite quemado adherido a la sartén […] tú buscabas las tijeras/ para cortar la marejada de hilos en los ojos/ pero cambiabas de opinión/ y cogías el cuchillo/ destrozabas bazos hígados tripitas/ hasta llegar al final de la tabla/ picando corazones…
La comida, su preparación y deglución, cobran un tono eucarístico en poemas como «Cena» y «Última cena», incluidos en la segunda parte. El mismo título del libro, «Leche derramada», nos recuerda la alusión a la sangre de Cristo durante la misa («Este es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados»). En «Cena» parece darse una comunión de silencios, una fraternidad entre personas que no se permiten hablar, pero que finalmente «hablan» en la forma de relacionarse con los alimentos: I Somos carne asustada/ escondida en los aderezos/ Cuencas por donde caemos/ en ríos que nos tragan// El tenedor balbucea y el plato está lleno de memoria/ (desde allí escuchamos) II Quiere hablar/ pero destroza los tubérculos el arroz/ y la esperanza// desnudos se miran tenedor y plato/ intentan movimientos/ imaginan lenguas/ y el diente de metal agrede/ al plato que ahora chilla/ formando gritos insultos golpes/ que más tarde serán llantos de caño/ y mojarán los cubiertos
Asimismo, «Última Cena» nos coloca en torno a una silenciosa mesa familiar en la que la cena servida (o no servida) parece ser una metáfora de expectativas frustradas: IIIVacíos todos/ se levanta la mesa/ y de pie nos partimos/ a enjuagarnos el rostro/ restregarnos las cuencas/ cucharas donde ocultarnos… Un mundo de vivencias dolorosas sepultadas por el temor o las convenciones: II Solo el tenedor nos pide/ —compostura—/ interrumpir el hilo de sangre/ en la comisura de los labios// ¿Acaso una palabras mordida se desangra?
La opresión que transmiten estos poemas me conecta con la angustia de otra cena. Me refiero a la «La cena miserable», de César Vallejo. Allí, la cena es una metáfora de la existencia humana. Miserable, porque debemos asistir a ella sin haberlo pedido, porque está cargada de dolor e incertidumbre (Hasta cuándo la Duda nos brindará blasones/ por haber padecido), porque no consigue nunca saciar sueños o preguntas (Ya nos hemos sentado/ mucho a la mesa, con la amargura de un niño/ que a media noche, llora de hambre, desvelado).
En «Cena» y «Última cena», July Solís parece dialogar con el poema vallejiano, y la originalidad de su postura radica en que siempre mantiene el foco de atención sobre los objetos caseros, como platos y cubiertos, sometiéndolos a una distorsión expresionista (hablando en términos pictóricos) que dota a la escena de un fantástico poder
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Algunos poemas en Leche derramada recrean un viaje a los orígenes, al útero materno, percibido este como una casa ideal o un paraíso. Sin embargo, los poemas hablan también de la pérdida de este espacio o tiempo perfecto.
Es sintomático que el primer poema se titule «Arcadia» ―refiriéndose al estado de suspensión paradisíaca en el vientre de la madre: Allá es donde quiero estar/ Allá es tu tibia imagen // […] Allá soy tu primer habitante/ hasta que Dios me expulse―, y que en el último poema del libro se use la palabra “arcadas” para referirse a las contracciones que expulsan a la criatura del vientre materno (¿por qué mi casa en arcadas me arroja? «Principio»). En el contexto de este libro, «arcadia» y «arcada» se convierten en palabras de significación opuesta, aunque muy semejantes en sus sonidos. La semejanza apuntalaría la idea de que «arcadia» y «arcada» suceden en el mismo ser, ya que la madre que nos protege dentro de su cuerpo es también quien nos bota al mundo (los últimos versos del libro son precisamente: me caigo/ me caigo/ me caigo). La relación entre estas dos palabras es un bello hallazgo poético que, si no ha sido consciente, prueba cómo escribimos con el inconsciente, o cómo el inconsciente nos escribe a nosotros cuando hay verdadera poesía.
El árbol como imagen poética también nos seduce en este libro. El árbol y los progenitores coinciden aquí en sus funciones de ser raíz y sombra protectora, pero también en la acción de abandonar, sea por un agente externo (Desde que un árbol anidó en la tierra/ nosotras temblamos ante la posibilidad de un corte); sea por el orden natural de las cosas, como las hojas que el árbol deja caer en otoño, y que podría equipararse a un gesto de desapego o de incomprensión: Otoño en tus senos descosidos/ ya nada me alimenta/ y solo arrojas/ las hojas cetrinas que me golpean («Raíz»).
Aunque el nacimiento sea percibido como una caída, hay aún prolongaciones de felicidad que pueden ser identificadas con la lactancia y los primeros años. Pero estas etapas también se acaban. Con sus juegos y fantasías, e incluso con sus miedos —porque la infancia está llena de miedos— los tiempos blancos e inocentes de la niñez que termina podrían ser esa «leche derramada», tal como queda captado en la carátula del libro, excelente composición visual debida a Karina Valcárcel. Tiempos perdidos que, al crecer, se añoran con un poco de envidia: ¿desde qué banca envidias con manos clavadas/ enloquecidos columpios? («Extravío»); o de tristeza: Sé que a veces lloras/ y nadie te consuela/ con alguna caricia algún/ Juguete/ Juguete/ Juguete. («La casita»). Envidia y tristeza pueden ser formas de llorar sobre la leche derramada, y pensar en desandar el camino, también, como puede verse en «Fragilidad»: pero detrás de los despojos/ alguien/ todavía piensa/ ¿acaso es posible zurcirnos como media rota? Los «despojos» como ese tiempo ido: leche volcada que desea recogerse, “media rota” que desea zurcirse.
La añoranza puede retroceder imaginariamente hasta formas de vida intrauterina, como en el mencionado poema «Arcadia», o como en el poema en prosa «Octubre», donde una alverja en su vaina es como la criatura contenida en el vientre protector: amarraré esta manta entre tus ramas/ y me subiré a tu espalda para envolverme nuevamente/ como una alverja…
En «Arcadia» hay una alusión a la lactancia (donde cobro una forma menos ridícula/ para poder besar tu pecho). Desde ese primer alimento hasta esa carne desesperada o ferozmente picada sobre la tabla, la comida, su carga simbólica, se convierte en el hilo conductor de los poemas, en el cable que se tensa entre la infancia y lo que viene luego. En este contexto no es casual que se vuelva recurrente la palabra «devorar», o términos que se le alían como «acosar» o «perseguir» (luego de haberte perseguido por el hilo rojo/ y mi ombligo ciego «Arcadia»). Vocablos que sugieren un hambre existencial no saciada: un hambre de palabras que ocupen el lugar de los silencios; de amor que ocupe el lugar de los desapegos; de calma que ocupe el lugar de los sobresaltos: Soy la vocal abierta que te espera/ el pulpo rosado de baba fresca/ que devora peces/ pedazo de carne que entra suave/ frotando frotando mi garganta/ Humano des-trozado/ alimentando mi estómago vacío («Supervivencia»).
Quiero detenerme en esta imagen plástica de la boca como una vocal abierta, porque ella condensa una de las muchas virtudes de Leche derramada, que es la creación de imágenes que nos permiten reconocer que la boca para comer es la boca con que hablamos, que la lengua para deglutir es la lengua con que pronunciamos las palabras. También en «Supervivencia», leemos: La primera letra no nacida/ mi boca la muerde/ solo estertores decimos/ agonías/ con nuestras lenguas usadas. Muchos poemas en este libro parecen decirnos quecomer y hablar coinciden en el hecho de mantenernos con vida, vida física y vida psíquica, respectivamente. Por ello una cena que no sacia, una cena de la que los comensales se retiran vacíos, como en el citado «Última cena», está unida a la idea de ausencia de palabra.
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En Leche derramada la imagen de quien prepara y pone los alimentos en la mesa, ahogando o expresando su vida a través de ellos, se replica en el hecho de escribir poesía. En «Oficio», leemos: Cojo un papel/ y empiezo a rebanar la carne/ soy yo quien bifurca los dedos/ escogiendo gramo a gramo/ una célula madre una célula hija/ arteria henchida para un solo golpe/ ¡Saz!/ Desenvainar el cuerpo / filetearlo […] Es necesario/ que todo salga de las tripas/ ya que este oficio demanda/ mucha sangre […] Mañana/ ¿quién llenará esta hambrienta hoja?
Como ocurre en la cocina, en la escritura también hay violencia, hay cortes y enmendaduras que el poeta inflige a la materia verbal y, simbólicamente, a sí mismo, a sus resistencias, a sus miedos y prejuicios, hasta que el poema tenga la forma deseada. Esa violencia es a la vez un acto de amor, como el pelícano que se abre el pecho de un picotazo para alimentar con su sangre a los polluelos. Como expresó Alfred de Musset: El manjar que ofrece a la humanidad el poeta es como el festín del pelícano: pedazos de entraña palpitante («La noche de mayo», trad. Emilia Pardo Bazán).
Recordando un gesto infantil respecto a un árbol que representa a la abuela, la voz poética en «Octubre», decía: te haré comer despacito con un gotero, hasta que tus hojas ya no tengan frío. La ternura de ese acto generoso, nutricio, regresa, años después, ya adulta, al preguntarse: Mañana/ ¿quién llenará esta hambrienta hoja?
En la vida real, la rebeldía de picar con ferocidad la carne sobre la tabla es una catarsis momentánea. En la poesía esa acción es una metáfora que trasciende, va más allá, libera a quien la ejerce. A través de la escritura y todo lo que la rodea, el yo poético se adueña de su razón y de sus emociones, y puede tomar distancia de un mundo opresivo, tomar distancia de divinizadas figuras de autoridad que obligan al silencio, y es entonces cuando podemos leer versos maravillosamente confrontadores como estos: ¿por qué has de ocultarte en los resquicios de las nubes?/ ya deja de sembrar tu canto/ y repara en este charco en el que me he convertido («Oración»). Preciosos versos, preciosa insumisión. Protestar, tumbar estereotipos son, de pronto, otra forma de «derramar la leche». Cuando la leche se derrama así, no hay llanto, sino celebración, y los lectores celebramos el nacimiento de esta Leche derramada. Sin ninguna duda, los poemas del primer libro de July Solís salen de las tripas con madurez y brillo propio, con disciplina y gracia poética que recibimos y agradecemos.