RODRIGO VERA / MIEDO Y BUROCRACIA EN LA POESÍA DE ROSA GRANDA

madalina iordache




Quizá uno de los rasgos más significativos de la llamada poesía conversacional en el Perú haya sido el de romper con la idea de un lenguaje cuyo valor poético operaba de modo intrínseco, esto es, al interior de un juego verbal que reclamaba su status y se posicionaba jerárquicamente respecto no solo a otros usos del lenguaje, sino además a otro universo de palabras consideradas naturalmente más mundanas que las primeras. El conversacionalismo quebraba así este mito y la poesía se confundía ahora con la masa caótica e indiferenciada del habla cotidiana callejera. La consecuencia de esta ruptura trajo consigo la posibilidad de homologar la palabra del poeta a la del trabajador común y corriente de la ciudad, con lo cual el campo autónomo del poema estallaba dejándose ahora contaminar por toda clase de registros lingüísticos, tradicionalmente apartados de este.

Creo que la crítica, sin embargo, ha reparado poco, en lo siguiente: el señalamiento hacia afuera del campo de lo poético, la negación de su pretendida autonomía, se traza en múltiples vías, de las cuales solo una ha devenido tradición y las otras han quedado cómo flotando en el anonimato. El alumbramiento de esta otra ruta viene a develar que lo literario no solo hubo de definir un campo de exclusión respecto a la oralidad cotidiana, como evidenció el conversacionalismo, sino también a propósito una escritura destinada a testear los pliegues del lenguaje informativo o burocrático. Se trata sin duda de dos regímenes de representación contrarios. El poeta no solo hablaría distinto del proletario lumpen, panadero, obrero, agricultor; también escribiría con la pretensión de no hacer parecer jamás su escritura a la del burócrata de oficina, mero copista o redactor de informes notariales. Ni proletario ni sumiso servil del legajo capitalista. El poeta declararía en la lengua de Dios o del barro.

Las peripecias de esta doble vía de contagio del poema con la otredad de su lenguaje pueden rastrearse en la tradición local, una de modo más evidente que la otra. La más conocida, la referida a la otredad oral, es la tradición vitalista que inaugura Hora Zero y extrema Kloaka en los 80. La otra, la escritural, es la vía kafkiana no muy explorada en el itinerario nacional. Una escritura sobria, sin concesiones líricas, de ritmo a veces traqueteante y de un color grisáceo que se parece al misterio y al miedo que nos infunde, ya no de Dios, sino la máquina burocrática del capitalismo y sus innumerables y secretas mediaciones.

Creo que a esta segunda ola pertenece la poesía de Rosa Granda. Una ruta que disiente del canon poético haciendo deslizar un conjunto de textos (no un habla) a través de los engranajes del miedo y sus máscaras de ley, números, fechas, silogismos, notas al pie, citas y epígrafes de fuentes variadísimas (de Radiohead a Teilhard de Chardin). Todas abstracciones que aparecen aquí a veces irónicamente utilizadas como señales de anclajes ante el temor de una existencia siempre a punto de derramarse por los poros del ropaje técnico y civilizatorio.

Yo quería proponer entonces que Torschlusspanik es fundamentalmente un poemario sobre el miedo y la burocracia del mundo administrado, de cómo este lo organiza, lo recodifica y produce al mismo tiempo su fuga, la posibilidad de su desolación aun cuando nada pueda ocurrir a expensas de esta ley implícita.

De hecho, esta tensión asoma desde el título del poemario: Torschlusspanik. Se trata de un vocablo alemán que refiere al miedo ocasionado por la idea de no poder actuar a tiempo, literalmente “pánico debido a la puerta que se cierra”.

Uno podría desde el saque preguntarse por la compleja y sugerente naturaleza de esta expresión: ¿Qué o quién está del otro lado de la puerta? ¿Qué o quién espera frente a ella? ¿A qué va el miedo? ¿Miedo de ver qué se esconde tras ella? ¿O miedo ante la sospecha de que la presencia, el amparo, es anterior a esa puerta y que a lo mejor detrás de ella no hay nada? La puerta además no se cierra sola. En un mundo como el de hoy, es realmente ingenuo pensar que es un viento impersonal el que lo hace ¿Quién la cierra entonces? ¿Será el mismo el que la cierra que el que la abre? Y sí es así, ¿será distinto el miedo ante la puerta que se cierra que ante la puerta que se abre? ¿No intuimos acaso también un miedo, quizá más atroz, ante la promesa férrea de una puerta para siempre abierta?

Resuenan algunas parábolas ya clásicas alrededor de estas preguntas. Pienso nuevamente en el Kafka de “Ante la ley” que aparece al final de su novela “El Proceso”. Está el campesino que clama por entrar a las puertas de la ley resguardada por un guardián cuya estatura ha aumentado con el paso del tiempo, en desmedro del campesino. La disparidad de sus cuerpos se ha acrecentado. El guardián le comunica que podría dejar pasarlo, pero adentro solo encontrará a otro cómo el, infinitas puertas que conducen a otras tantas, o quizá solo una única puerta obesa desplegada en su proceso. En el fondo, el guardián no quiere saber lo que hay ahí dentro. El campesino, en cambio, no puede saberlo. Kafka narra cómo en su cuidadosa y larga contemplación del guardián, el campesino ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, y también suplica a las pulgas a que lo ayuden y convenzan al guardián. Pero estas no responden.

De hecho, la reminiscencia de esta parábola no es casual. Durante el medioevo, “Torschlusspanik” era la expresión referida más precisamente a la ansiedad que los campesinos experimentaban cuando las puertas de la fortaleza o castillo se cerraban ante el embate del enemigo. Algo de la memoria que encierra esa palabra recae en este poemario. La posición de Granda se asemeja a la del campesino kafkiano, pero sobrevolando ahora las puertas de una hipermodernidad, desteñida, a la peruana. Su ojo recorre el cuello del guardián y osculta, con una sensibilidad a veces nanométrica, los pulgones que lo pueblan mientras ella espera. Descubre allí algunas cosas. El pulgón no convence al guardián, pero algo dice sobre las puertas.

Decíamos líneas atrás que Granda contamina su poesía no del habla callejero, sino de cierta escritura de apariencia burocrática y notarial. Y en efecto, la materia de esas puertas es escritural. La autoridad de la ley proviene así de la escritura. No existe en occidente medio más efectivo para archivar, guardar, codificar, catalogar, testimoniar que la palabra escrita, todos artificios aptos para navegar el laberinto de lo social y jugar a controlarlo y conservarlo, a diferencia del devaneo oral demasiado dependiente de la memoria para trascender su condición efímera. Así, el libro confronta ese juego y radicaliza la marca escritural de inicio a fin: hay juegos tipográficos, notas al pie con traducciones a veces deliberadamente erradas, signos lingüísticos no verbalizables, como guiones mudos, sin diálogos reales, sin respuestas. Todos recursos solo posibles al interior de un marco gráfico-textual, que deja casi sin respiro a la oscilación oral. En rigor, una podría decir que este es un libro imposible de ser leído en voz alta, que niega su declamación lírica y es en todo momento consciente de ello. Quizá allí otra señal que deliberadamente lo ubica tembloroso pero seguro frente al canon de nuestra poesía actual, tan acostumbrada a la dependencia de la voz poética y a la celebración autoral.

Ahora bien, el empleo de un lenguaje coqueto con la apatía pública de la escritura burocrática no deja nunca, sin embargo, de ser radicalmente íntimo, incluso a veces seductor. Ante el dilema de las puertas, Granda opta por ubicar su cuerpo dentro, en la privacidad de una habitación donde “un hombre bosteza” y “su voz (o la conciencia de su voz)” constantemente la acompaña. Raspa el afuera, no obstante, produce distancia frente al mecanismo de poder que la encierra para así escoltarla más de cerca. Y luego soñar. ¿Se replica el sueño? ¿Se reedita junto con papeles y documentos notariales bajo la lógica de una producción serializada, rutinaria y agobiante, que es la de la vida cotidiana? ¿O será un receso? En cualquier caso, “también me da miedo dormir”, escribe Granda, para luego sospechar de lo acuoso del terreno que separa la intimidad del sujeto del maquillaje público en la que todos devenimos personajes:

“el personaje inmanente (que rima con íntimamente) so – pe –sa y sí, a veces eso basta. El tiempo no se detiene…

Mi propia imagen comprimida – imprecisa – se traduce en un espacio conocido, pero que ha dejado de ser familiar y que en realidad no existe. El personaje entre la imprecisión del espacio que representa su propia compresión ha dejado de contemplar y sueña, y sí sueña que sueña sueños, voces, y sí, eso le basta”
Y más adelante en el poema “Contacto”:
“Quería estar conforme dentro y fuera del papel”
“El placer dialéctico del posible riesgo de irse dejando “inocentemente” atravesar cada veinticuatro horas reales”

Y en efecto, el placer es dialéctico porque comporta al mismo tiempo “básicamente una estructura” la cual, traducida en una nota al pie, resulta ser una “condensación de temores”. La burocracia decodificada es miedo entonces. Y es un miedo humano que “nos hace perder tiempo” porque comporta un sistema de traducciones en donde el deseo aprende a distanciarse progresivamente de su realización para así crear un espacio de significado controlabe, lejos ya de la inmediatez del cuerpo. Un proceso. La mediación que mejor sintetiza este burocratizar el deseo es la del soporte del papel: “el papel cuadriculado que encontraras dentro de un sobre”, el papel que corrobora y congela el tiempo del deseo, el papel en donde lo humano “finiquita su inscripción” civilizatoria, como apunta en “Informe”. El papel hace perder tiempo porque obstruye la inmediatez del deseo, una suerte de extensión del cuerpo demandante que sublima la carne y la posterga en una especie de cadena “solo semejante a la alimenticia”: en realidad más próxima a un tiempo no orgánico, sino tecnificado.

En los bordes de este embrollo discursivo, la poesía refulge y encuentra su propio desliz a fuerza de un “exceso de conciencia”. Granda sabe bien que todo poder comporta un “sistema de transferencia”. La máquina burocrática trata siempre de hacer legible, traducir, socializar el lenguaje de un “personaje inmanente” (cuerpo íntimo) al campo público y sedimentado de la comunicación. De ahí la recurrencia de notas a pie de páginas, la mayoría destinada a traducir una expresión a veces proveniente de otro idioma, a veces extraña y a veces perturbadoramente legible, de manera que uno se pregunta cuál es en efecto la necesidad de seguir traduciendo. ¿Transparentar la lengua hasta mostrar sus tornillos y opacarla del todo? Hay momentos en donde la maquina traductora falla deliberada o exageradamente y la poesía se cuela para tergiversar un mensaje o quizá simplemente para extraer de él un murmullo, una entonación, un silencio.

La poesía aparece aquí como el polvillo que deja una máquina tras haber operado infatigable durante el día. El polvillo es ese excedente que resiste y no reencauza su materia a ninguna cadena productiva: no es significado, no se hace código, ni número ni fecha, ni rutina. Es en la noche de las maquinas cuando Granda decide cerrar las puertas para prestar atención a ese “murmullo de actividades humanas” que viene desde otro lado, ajeno siempre: “ellos desde la trascendencia, nosotros desde el movimiento”